domingo, 10 de abril de 2016

Ricardo Piglia. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación. Buenos Aires, Anagrama, 2015, ISBN 978-84-339-9798-2, pp. 29-31.


-Una vez en el centro de estudiantes organizamos un ciclo de conferencias y decidimos, claro, empezar por el viejo Borges. Lo llamé por teléfono para invitarlo y accedió enseguida. Me recibió en la Biblioteca Nacional, amable, con su tono indeciso, parecía siempre a punto de perder la palabra que quería decir.
En seguida me habló de La Plata, donde vivía su amigo el poeta Paco López Merino, con quien se visitaban asiduamente. Un domingo en casa, me dice Borges, contaba Renzi, después de almorzar y antes de irse, su amigo insistió en saludar al padre de Borges, que, como era costumbre en los criollos viejos, dormía la siesta. Luego de algunos cabildeos, decidieron acompañarlo al dormitorio.
Doctor, quería despedirme de usted, dijo López Merino.
Todos se sintieron incómodos, pero como lo querían aceptaron la amistosa e imperativa resolución, y el doctor Borges, con una sonrisa, tranquilo, lo saludó con un abrazo… Al salir, López Merino vio la guitarra de Güiraldes, que el autor de Don Segundo Sombra le había obsequiado a la madre de Borges antes de irse a París, y López Merino la hizo sonar dulcemente.
Está destemplada; nunca fue muy buena esta guitarra, dijo malicioso el poeta, contó Borges, y agregó Borges, dijo Renzi, parece una maldad, pero sólo era un chiste de muchachos.
Lo cierto es que López Merino se mató de un tiro al día siguiente y ahí entendieron lo imperativo y sobrio de su saludo final.
Lindo, ¿no?, dijo Boges con una sonrisa cansada como si la elegancia de la secreta despedida lo hubiera emocionado.
Tenía una forma inmediata y cálida de crear intimidad, Borges, dijo Renzi, siempre fue así con todos sus interlocutores: era ciego, no los veía y les hablaba como si fueran próximos y esa cercanía está en sus textos, nunca es paternalista ni se da aires de superioridad, se dirige a todos como si todos fueran más inteligentes que él, con tantos sobreentendidos comunes que no hace falta estar explicando lo que ya se sabe. Y es esa intimidad la que sienten sus lectores.
Le encantó la propuesta de ir a La Plata, pensaba hablar sobre los cuentos fantásticos de Lugones, ¿qué me parecía?, dijo. Perfecto, le digo, además, Borges, mire, le vamos a pagar, no sé cuánto dinero era en ese momento, digamos unos quinientos dólares.
-No- me dice-, es mucho.
Me quedé cortado, mire, Borges, le digo, no es nuestra plata, no es de los estudiantes, la Universidad nos dio un dinero.
-No importa, les voy a cobrar doscientos cincuenta.
Y seguimos hablando, él siguió hablando, ya no me acuerdo si de Lugones o de Chesterton, pero lo cierto es que me sentí tan cómodo, tan cercano a él, con esa sensación de liviandad, de inteligencia plena y complicidad, que al rato, casi sin darme cuenta y hablando del final de los cuentos de Kipling, le digo, envalentonado por el clima de intimidad y agradecido por la sensación de estar hablando con alguien de igual a igual:
-Sabe, Borges, que veo un problema en el final de “La forma de la espada”
Alzó su rostro hacia mí, alerta.
-Un problema -dijo-, caramba, usted quiere decir un defecto…
-Algo que sobra.
Miraba el aire, ahora jovial, expectante.
El cuento narra con una técnica que Borges había usado ya en “Hombre de la esquina rosada” y usaría después: está contado por un traidor y asesino como si fuera otro. Al que cuenta le cruza la cara “una cicatriz rencorosa” y circular. En un momento del cuento se enfrenta a un adversario que con una espada curva le marca la cara Uno se da cuenta entonces de que quien cuenta es el traidor porque la cicatriz lo identifica. Borges, sin embargo, sigue el relato y lo cierra con una explicación. “Borges”, dice, “yo soy Vincent Moon, ahora desprécienme”. Escuchó mi resumen del relato con gestos de afirmación y repitió en voz baja la frase “Sí…, ahora desprécienme”.
-¿No le parece que esa explicación está de más? Sobra, creo.
Hubo un silencio. Borges sonrió, compasivo y cruel.
-Ah- dijo. Usted también escribe cuentos…
Yo tenía veinte años, era arrogante, era más idiota de lo que ahora soy pero me di cuenta de que la frase de Borges quería decir dos cosas.
Habitualmente si alguien lo encaraba en la calle para decirle “Borges, soy escritor”, “Ah, yo también”, le contestaba, y hundía al interlocutor en la nada. Algo de esa delicada maldad y algo de tranquila soberbia tenía la frase “Este mocito impertinente cree que escribe cuentos…”.
La otra aserción era más benévola y tal vez quería decir: “Usted ya lee como si fuera un escritor, entiende el modo en que los textos están construídos y quiere ver cómo están hechos, ver si puede hacer algo parecido o en el mejor de los casos algo distinto.” Escribir, me estaba diciendo, cambia sobre todo el modo de leer.
Seguimos conversando un rato más, yo ya estaba atontado y avergonzado y como adormecido. Borges me hizo ver el escritorio circular de Groussac que él recorría con su mano espléndida y pálida, la mano con la que había escrito “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La superstición ética del lector”.
Me doy cuenta de que Borges ha sido siempre un cuentista clásico, sus finales son cerrados, explican todo con claridad; la sensación de extrañeza no está en la forma -siempre clara y nítida- ni en los finales ordenados y precisos, sino en la increíble densidad y heterogeneidad del material narrativo.
Me acompañó amable hasta la puerta y antes de despedirme me dijo, como para que yo no olvidara su lección sobre las historias bien cerradas:

-He conseguido una considerable rebaja, ¿no?- dijo divertido el viejo Borges.

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