Ricardo
Piglia. Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación. Buenos Aires, Anagrama,
2015, ISBN 978-84-339-9798-2, pp. 29-31.
-Una vez en
el centro de estudiantes organizamos un ciclo de conferencias y decidimos,
claro, empezar por el viejo Borges. Lo llamé por teléfono para invitarlo y
accedió enseguida. Me recibió en la Biblioteca Nacional, amable, con su tono
indeciso, parecía siempre a punto de perder la palabra que quería decir.
En seguida
me habló de La Plata, donde vivía su amigo el poeta Paco López Merino, con
quien se visitaban asiduamente. Un domingo en casa, me dice Borges, contaba
Renzi, después de almorzar y antes de irse, su amigo insistió en saludar al
padre de Borges, que, como era costumbre en los criollos viejos, dormía la
siesta. Luego de algunos cabildeos, decidieron acompañarlo al dormitorio.
Doctor,
quería despedirme de usted, dijo López Merino.
Todos se sintieron
incómodos, pero como lo querían aceptaron la amistosa e imperativa resolución,
y el doctor Borges, con una sonrisa, tranquilo, lo saludó con un abrazo… Al
salir, López Merino vio la guitarra de Güiraldes, que el autor de Don Segundo
Sombra le había obsequiado a la madre de Borges antes de irse a París, y López
Merino la hizo sonar dulcemente.
Está
destemplada; nunca fue muy buena esta guitarra, dijo malicioso el poeta, contó
Borges, y agregó Borges, dijo Renzi, parece una maldad, pero sólo era un chiste
de muchachos.
Lo cierto es
que López Merino se mató de un tiro al día siguiente y ahí entendieron lo
imperativo y sobrio de su saludo final.
Lindo, ¿no?,
dijo Boges con una sonrisa cansada como si la elegancia de la secreta despedida
lo hubiera emocionado.
Tenía una
forma inmediata y cálida de crear intimidad, Borges, dijo Renzi, siempre fue
así con todos sus interlocutores: era ciego, no los veía y les hablaba como si
fueran próximos y esa cercanía está en sus textos, nunca es paternalista ni se
da aires de superioridad, se dirige a todos como si todos fueran más
inteligentes que él, con tantos sobreentendidos comunes que no hace falta estar
explicando lo que ya se sabe. Y es esa intimidad la que sienten sus lectores.
Le encantó
la propuesta de ir a La Plata, pensaba hablar sobre los cuentos fantásticos de
Lugones, ¿qué me parecía?, dijo. Perfecto, le digo, además, Borges, mire, le
vamos a pagar, no sé cuánto dinero era en ese momento, digamos unos quinientos
dólares.
-No- me
dice-, es mucho.
Me quedé
cortado, mire, Borges, le digo, no es nuestra plata, no es de los estudiantes,
la Universidad nos dio un dinero.
-No importa,
les voy a cobrar doscientos cincuenta.
Y seguimos
hablando, él siguió hablando, ya no me acuerdo si de Lugones o de Chesterton,
pero lo cierto es que me sentí tan cómodo, tan cercano a él, con esa sensación
de liviandad, de inteligencia plena y complicidad, que al rato, casi sin darme
cuenta y hablando del final de los cuentos de Kipling, le digo, envalentonado
por el clima de intimidad y agradecido por la sensación de estar hablando con
alguien de igual a igual:
-Sabe, Borges,
que veo un problema en el final de “La forma de la espada”
Alzó su
rostro hacia mí, alerta.
-Un problema
-dijo-, caramba, usted quiere decir un defecto…
-Algo que
sobra.
Miraba el
aire, ahora jovial, expectante.
El cuento
narra con una técnica que Borges había usado ya en “Hombre de la esquina
rosada” y usaría después: está contado por un traidor y asesino como si fuera
otro. Al que cuenta le cruza la cara “una cicatriz rencorosa” y circular. En un
momento del cuento se enfrenta a un adversario que con una espada curva le
marca la cara Uno se da cuenta entonces de que quien cuenta es el traidor
porque la cicatriz lo identifica. Borges, sin embargo, sigue el relato y lo
cierra con una explicación. “Borges”, dice, “yo soy Vincent Moon, ahora
desprécienme”. Escuchó mi resumen del relato con gestos de afirmación y repitió
en voz baja la frase “Sí…, ahora desprécienme”.
-¿No le
parece que esa explicación está de más? Sobra, creo.
Hubo un
silencio. Borges sonrió, compasivo y cruel.
-Ah- dijo.
Usted también escribe cuentos…
Yo tenía
veinte años, era arrogante, era más idiota de lo que ahora soy pero me di
cuenta de que la frase de Borges quería decir dos cosas.
Habitualmente
si alguien lo encaraba en la calle para decirle “Borges, soy escritor”, “Ah, yo
también”, le contestaba, y hundía al interlocutor en la nada. Algo de esa
delicada maldad y algo de tranquila soberbia tenía la frase “Este mocito
impertinente cree que escribe cuentos…”.
La otra
aserción era más benévola y tal vez quería decir: “Usted ya lee como si fuera
un escritor, entiende el modo en que los textos están construídos y quiere ver
cómo están hechos, ver si puede hacer algo parecido o en el mejor de los casos
algo distinto.” Escribir, me estaba diciendo, cambia sobre todo el modo de
leer.
Seguimos
conversando un rato más, yo ya estaba atontado y avergonzado y como adormecido.
Borges me hizo ver el escritorio circular de Groussac que él recorría con su
mano espléndida y pálida, la mano con la que había escrito “Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius” y “La superstición ética del lector”.
Me doy
cuenta de que Borges ha sido siempre un cuentista clásico, sus finales son
cerrados, explican todo con claridad; la sensación de extrañeza no está en la
forma -siempre clara y nítida- ni en los finales ordenados y precisos, sino en la
increíble densidad y heterogeneidad del material narrativo.
Me acompañó
amable hasta la puerta y antes de despedirme me dijo, como para que yo no
olvidara su lección sobre las historias bien cerradas:
-He
conseguido una considerable rebaja, ¿no?- dijo divertido el viejo Borges.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario